
En pleno 1990, con una NES muy madura, y la cuarta entrega haciendo su rimbombante aparición en Japón, no quedaban dudas sobre la grandeza e importancia que Dragon Quest representaba ya en la historia del JRPG. Si
Final Fantasy IV acabó dando por los pelos el salto hacia la prodigiosa Super Nintendo, el universo de Yujii Hori continuó expandiéndose en la pequeña de Nintendo. Con una claridad de ideas palpable y un sentido de la evolución en perfecta armonía, Dragon Warrior IV trajo consigo una notable renovación en muchos conceptos, pero al mismo tiempo, mantuvo intacto el espíritu y esencia de
la leyenda que lo inició todo en 1986. Y esa es, precisamente, una de las cualidades que para mí siempre elevaron a la saga de Enix por encima de la de Square: su autenticidad consigo

misma, su maravilloso y perpetuo clasicismo. Dragon Warrior IV se escribe con nombre, apellido y letras de oro gracias a una calidad y envergadura absolutamente monumentales en todos los aspectos que, si queréis, podemos convertir a cifras: 60 emplazamientos, alrededor de 180 enemigos, más de 15 personajes principales, 30 composiciones y, agarraos fuerte, 95 horas en mi partida, una auténtica salvajada para un JRPG de 8 bits.